La hija de Sarasate


Toda historia humana que se precie tiene siempre su lado oscuro, sobre todo si la valoramos desde la mentalidad de aquella época.

Cuando ya habían pasado unas décadas de su muerte, un buen día, llegó a Pamplona una dama que, sorprendentemente, decía ser hija de don Pablo Sarasate. Se llamaba Rosa.

En un primer momento los familiares de Sarasate se negaron a admitir que hubiese vínculo alguno entre esta mujer y el violinista; podía tratarse perfectamente de alguien que quisiera aprovecharse del apellido del ilustre Sarasate.

Pero la realidad es que a los descendientes de Sarasate les bastó con tratar un poco con ella para darse cuenta del enorme parecido físico que entre ellos había; eran, Pablo y ella, exactamente iguales. Y las intenciones de Rosa no podían ser más inocentes; nada quería desde el punto de vista material; tan sólo buscaba conocer la tierra de su padre, y sus parientes. Nada más.

Rosa era hija de una florista vienesa, Albina Yedina, con quien Sarasate, nada más estrenado el siglo XX, tuvo una estrecha relación, fruto de la cual fue el nacimiento de Rosa, una hija que don Pablo no llegó a reconocer a pesar de los esfuerzos de su madre por convencerle al violinista de que se casasen para así poder legalizar la situación de la hija.


Con el paso de los años Rosa creció en Austria sin haber conocido físicamente a su padre, pero sí sabiendo quien era él. Finalmente se casó con un alto mando militar, con el que en los años cincuenta hizo varios viajes a Pamplona, hospedándose siempre en el Hotel La Perla. Tenía la costumbre de acudir a la ciudad de su padre coincidiendo siempre con el aniversario de su muerte.

Rosa Yedina llegó a mantener muy buenas relaciones con su familia de Pamplona, quienes no dudaban de que estaban realmente ante la hija de su tío. Tuvo oportunidad de visitar el mausoleo de su padre, y el museo que albergaba todos sus recuerdos, y también el monumento que a don Pablo se le erigió en el parque de la Media Luna. Después de quedarse viuda dejó de alojarse en La Perla, como tantas veces lo hiciera su padre, y utilizó en sus últimas estancias, ya en los años sesenta y setenta del siglo XX, la Residencia Mater Inmaculada, de la calle Navarro Villoslada.

Escribía así don Pablo Sarasate, de forma póstuma, un nuevo capítulo en el que su figura y La Perla quedaban estrechamente unidas. Y no sería este el último capítulo, ni el penúltimo.