Son dos. Son gemelos. Son centenarios. Nunca se han separado, ¡siempre han estado bajo el mismo techo! Pocas veces salen juntos en las fotos, son así de caprichosos.
Ante ellos han pasado reyes, y presidentes de gobierno, payasos y bufones, actores y cantantes, militares de rango y políticos, espías y somatenes, agentes comerciales y clérigos, santos y bribones, toreros y escritores, obreros y empresarios, gente buena y... gente de todos los colores y pelajes.
Son mudos, pero lo dicen todo. Han sido testigos de funciones teatrales y circenses. Han temblado ante el paso y el ritmo sanferminero de las peñas. Han sufrido el desalojo, ¡y hasta la amputación de algunos de sus miembros!
Llegaron en 1912 a Pamplona; no sabemos por aquél entonces cuantos años tendrían. Se instalaron nada menos que en el Gran Hotel de la Plaza de San Francisco, de hecho vinieron a su inauguración; se situaron entonces flanqueando las enormes puertas de acceso al comedor, dándole categoría y belleza a aquél vestíbulo. A buen seguro que allí conocieron a todos los empleados y clientes de aquél establecimiento; siempre andaba algún joven mozo vestido de librea merodeando y rondando esos cuerpos tan bien contorneados, cuan pretendientes enamoradizos.
Son fieles hoy, y lo fueron entonces. Del Gran Hotel no se movieron hasta que este cerró sus puertas definitivamente en 1934; sus propietarios los trasladaron aquél año a otra plaza pamplonesa, ¡a la Plaza del Castillo!, de hotel a hotel, del Gran Hotel al Hotel La Perla. Y no vinieron solos, se trajeron consigo a aquellas puertas que durante algo más de dos décadas habían flanqueado, y se trajeron lámparas, mesillas, y todo tipo de adornos, ¡hasta el nombre del Gran Hotel se trajeron!. No se vinieron con las manos vacías. Y cierto es que no pudieron traerse al ascensor, pero al menos se vinieron a acompañar al hermano gemelo de aquél.
Clientes y empleados les resultaron familiares. Era como si siguiesen estando en su casa, y realmente en ella estaban. Si en 1912 habían inaugurado el Gran Hotel, en 1934 les tocó inaugurar el nuevo Hotel La Perla resultante de un año de intensa reforma orquestada por Víctor Eusa. Se instalaron primero durante unos años en el hall del hotel, pero una segunda reforma de Eusa les hizo trasladarse en 1951 al comedor, uno en la parte alta de las escaleras, y el otro en una de las esquinas, coqueteando con la calle Chapitela; entre los dos, complementándose, tenían controlados a todos los comensales. Allí, en esa ubicación, asistieron al cambio de siglo y de milenio.
Y llegó el año 2005, y con él otra reforma, de esas que hacen obligado el desalojo; fue así como casi después de 75 años tuvieron que sufrir el desalojo temporal. Y hubo que sacarlos con todo el cuidado del mundo; son de frágil loza, igual que un rompecabezas de múltiples piezas esmaltadas que, ensambladas y encajadas, exhiben una estética que hacen la delicia de quien les contempla. Y así, sobre una plataforma con ruedas, rodeados de manos que cuidaban y vigilaban su integridad, fueron solemnemente sacados y trasladados hasta un camión que los transportaría a hogar ajeno mientras su casa de siempre se ponía guapa.
Volvieron en 2007 a reinaugurar de nuevo, remozados en burbujas protectoras, casi entre algodones. Uno a uno fueron desembalados los dos en el que iba a ser su nuevo emplazamiento. ¡Oh, sorpresa!, allí estaban los gemelos... ¡pero incompletos!, igual que reyes sin corona. Alguien, mirando tal vez por su bien, les había desmontado sus barrocas asas, y estas, en ese trasiego, se perdieron para siempre. Que si sí, que si no, que si de aquí nos los llevamos sin asas, que si... pero no contaban lo de la mudanza con que ellos, los gemelos, habían salido en 2005 como los buenos toreros, por la puerta grande, y con las cámaras de fotos inmortalizando su paso, y sus hermosas asas. Triste tributo el que se pagó por su resguardo.
Pero aquí siguen, en su casa, donde siempre, con los de siempre, a la espera de que algún día alguien premie su fidelidad y ya de paso invente algo para hacerles hablar, que es mucho, y bueno, lo que tienen para contarnos.
Ellos, siempre queridos y admirados, son... nuestros jarrones.