Don Juan de Borbón


Dentro de la historia del Hotel La Perla hay episodios que, por su singularidad, merecen una atención especial. Es difícil de juzgar hasta qué punto fueron, o no, trascendentes, pues seguramente nunca se sabrá, pero con seguridad son curiosos, y probablemente importantes.

Uno de estos sucesos lo protagonizó don Juan de Borbón y Battenberg, Conde de Barcelona, hijo y padre de reyes, a quien unas semanas antes de su fallecimiento en 1993 una representación del Hotel La Perla acudió a visitar recordándole la historia que en este establecimiento vivió. Don Juan la escuchó y la recordó con emoción, y confirmó la veracidad de todo aquello; era una historia que tenía el valor de no haber sido nunca publicada, que era desconocida, tan sólo algún biógrafo la había abordado de forma parcial y difusa. He aquí la historia:


Todo sucedió y acabó en el año 1936. Vivía España entonces su Segunda República, a cuyo comienzo el rey Alfonso XIII, así como el resto de la familia real, tuvieron que abandonar el país.

Es durante este exilio, en octubre de 1935, cuando don Juan de Borbón y doña María de las Mercedes de Borbón contraen matrimonio en Roma, seguido este de un largo viaje de novios en el que durante seis meses recorrieron lugares como Nueva York, Filadelfia, Washington, las islas Hawai, Japón, China, India, Egipto, etc…, llegando a Marsella el día 6 de abril de 1936.

La felicidad que aportaba el nuevo estado civil de los príncipes y el buen sabor que había dejado tan sugestiva luna de miel, solo fue enturbiado por las noticias, cada vez más preocupantes, que iban conociendo acerca del desarrollo de los sucesos políticos en España, agravados especialmente tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones del mes de febrero de ese año.

Fijada su residencia en la Villa de San Blaise, de Cannes, don Juan de Borbón iba conociendo la trama civil y militar que se preparaba en España para acabar con el poder legalmente establecido. Todas estas noticias enardecían el espíritu idealista y juvenil de don Juan, que muchas veces exteriorizó su deseo de trasladarse a España, convenientemente disfrazado, para unirse a las juventudes monárquicas y falangistas, y defender en la calle el subsistir de su nación sin descubrir a nadie su identidad, si bien cuantos le rodeaban procuraban disuadirle de sus propósitos, por impracticables, dada su alta responsabilidad como Príncipe de Asturias.


A partir del asesinato de Calvo Sotelo, el desasosiego y la impaciencia de don Juan no tuvieron límites. Se pasaba el día junto a un buen aparato de radio que poseía; y en la noche del 17 de julio captó, aunque confusas, las primeras noticias de la sublevación militar en Melilla, que el 18 se había generalizado en todos los acuartelamientos de África y en algunos lugares de la península.

Su ayudante, don José Luis Roca de Togores, vizconde de Rocamora y capitán de Estado Mayor, apenas iniciada la sublevación se dispuso a incorporarse a sus compañeros alzados en armas, y don Juan concibió la idea de acompañarle con nombre falso. Costó mucho disuadirle, convenciéndole de que dada su alta jerarquía lo más conveniente era que se uniera a un grupo de civiles que pudieran venir a buscarle desde la “zona nacional” y entrar con ellos para dirigirse al frente. La operación no era sencilla.

El día 28 de julio partió para el frente de batalla su hermano político, el infante don Carlos de Borbón y Orleáns, quien a la edad de 27 años, y “procedente de Francia”, se inscribió el día 29 en el Hotel La Perla, de Pamplona, con “pasaporte expedido en Niza” –según figura en el Libro de Registro de Viajeros-, alojándose en la habitación número 69 (actual 105).

El mismo 28 de julio don Juan recibió aviso telefónico desde Biarritz en el que se le informaba de que un grupo de jóvenes monárquicos navarros, que conocían sus propósitos, estaban dispuestos a acompañarle. Don Juan no lo dudó. Se despidió de su mujer que estaba a punto de dar a luz; fue después a despedir a su madre, la reina doña Victoria Eugenia, y cuando estaba con ella recibió un nuevo aviso de que el viaje había sufrido un aplazamiento de horas, por lo que regresó a Cannes y allí se encontró con que doña María de las Mercedes, nerviosa y excitada por las emociones sufridas en las últimas horas, se había sentido mal en la madrugada del día 30 de julio y en las primeras horas de ese día había dado a luz a una niña a quien se le puso el nombre de Pilar.

Justo tuvo tiempo don Juan de conocer a su primera hija. Conectó telefónicamente con don Alfonso XIII, quien se encontraba en Checoslovaquia, para pedirle permiso para su decisión y despedirse de él. Don Alfonso no sólo le concedió el permiso, sino que aplaudió su gesto y le bendijo.


Es así como, en medio de estas circunstancias familiares, a las seis de la madrugada del siguiente día, 31 de julio, salió de Cannes el príncipe en dirección a España. Sin detenerse más que lo indispensable atravesó a toda velocidad geografías hostiles a su credo, llegando a Biarritz a las once de la noche, en donde se juntó con el grupo de navarros y con el infante don José Eugenio de Baviera.

Durmieron en casa de don Andrés Soriano, filipino español, y a las seis en punto de la mañana siguiente salieron hacia la frontera navarra de Dantxarinea. A partir de ese momento don Juan de Borbón y don José Eugenio de Baviera ocultaron su verdadera identidad, pasando a llamarse “Juan López” y “José Martínez” respectivamente.

El grupo de navarros les facilitó toda la documentación necesaria para atravesar la frontera, siendo así como don Juan de Borbón, “Juan López”, entró a España como trabajador del pamplonés Hotel La Perla. Eran las ocho de la mañana del 1 de agosto de 1936.

A las diez y media llegó a Pamplona sin ser reconocido por nadie, acudiendo directamente al Hotel La Perla en donde agradeció a su dueño, el apodado “Pepe Perla”, el favor que le acababa de hacer, a la vez que visitaba a su cuñado el infante don Carlos que, habiendo resultado ya herido, recibía todas las atenciones necesarias en el establecimiento.

Conviene recordar que este hotel, durante la Guerra Civil, acogió en sus habitaciones a numerosos heridos de ambos bandos a quienes se cuidaba con un mimo muy especial sin mirar su ideología, y a quienes una vez curados y bien alimentados se les facilitaba todo lo necesario económicamente para sobrevivir durante unas semanas. Este era el caso de don Carlos de Borbón.


Don Juan descansó en La Perla durante una hora. En este espacio de tiempo fue saludado por contadísimas personas que supieron de su llegada. Allí cambió don Juan su traje gris claro de franela y su boina azul por un buzo azul del hotel al que se le habían bordado el yugo y las flechas. La esposa del aviador Ansaldo, al verle ya vestido de mono azul con el símbolo bordado de la Falange y brazalete con los colores rojo y amarillo, le ofreció una boina roja diciendo: “¿Quiere Vuestra Alteza boina roja?”, “desde luego” contestó el príncipe encasquetándosela en el acto.

Y así, con la boina roja en su cabeza, don Juan de Borbón cometió el error de asomarse al balcón de la habitación de su cuñado, ignorando que ese balcón que en el primer piso del edificio hacía ángulo con el suyo correspondía a la sede del Círculo Tradicionalista. Inmediatamente le reconocieron, y no habían pasado apenas unos segundos cuando ya le estaban increpando por usar la boina roja, a la vez que le acusaban de no ser digno de llevarla.

Con esta indumentaria, y tras este serio incidente, el miliciano Juan López salía a los pocos minutos hacia Burgos ante la sospecha de que los tradicionalistas denunciasen su presencia en Pamplona, como así fue. Don Juan salió de la ciudad con sus acompañantes, siendo su destino el frente de Somosierra, en donde proyectaban unirse a la columna del general García Escámez.


En Burgos comió en casa de los señores de Vesga y visitó la Catedral para orar unos momentos. En las primeras horas del amanecer llegaron al Parador de Aranda de Duero en donde se dispusieron a cenar.

Apenas habían transcurrido diez minutos cuando entró a saludarles un teniente de la Guardia Civil, a quien el alférez Ochoa, que acompañaba al Príncipe, conocía bien. Durante la conversación que el grupo de don Juan mantuvo con el teniente, éste inocentemente, sin sospechar nada, les comunicó que le había sido transmitida la orden de detener a un coche que desde Burgos se dirigía a Somosierra y que creía que debía de pasar dentro de una media hora. Añadió el cándido teniente que se le había encargado, reiteradamente, que había de tratar con la mayor consideración a las personas que en él viajaban.

Todos comprendieron que la orden, tan inocentemente transmitida, se refería a ellos, y don Juan temió que si su llegada era ya conocida por las autoridades superiores, como así era, no le permitirían el logro de sus anhelos.

Minutos después de esta conversación un empleado del parador les preguntó: -¿Algún señor de ustedes se llama Vigón?- en alusión al capitán don Jorge Vigón (primer ministro de Obras Públicas del franquismo), quien se encontraba entre el grupo de amigos que acompañaba en ese momento a don Juan. –Sí-, dijo entonces el capitán Vigón. –Pues haga el favor de acudir al teléfono, que le llaman desde Burgos-.

Al otro lado del hilo telefónico se encontraba el general Dávila para comunicarle que el general Mola estaba muy preocupado por la presencia de don Juan en territorio español. El general Dávila les ordenó no seguir, y que dieran su palabra de honor de que una vez acabada la cena iniciarían el regreso hacia la frontera francesa, y con esto no hacía sino transmitir la orden del general Mola, que consideraba que otra debiera de ser la forma de servir a España por parte de don Juan, que no la de acudir al frente de batalla; su responsabilidad como Príncipe de Asturias se lo impedía.

Acabada la cena, y apesadumbrado don Juan, percatándose de las razones que movían al mando a adoptar tal decisión, acató respetuosamente la orden e inició el viaje de vuelta.


Pasaron por Burgos sin detenerse, y bien entrada la noche llegaron a Pamplona, acudiendo directamente de nuevo al Hotel La Perla en donde descansó un rato en una de las habitaciones (la numerada hoy con el 105), y visitó por última vez a su cuñado don Carlos de Borbón, quien el 27 de septiembre, pocos después de abandonar –ya curado- el hotel (para el que dejó una foto dedicada) encontró la muerte en el frente del Norte.

A las cinco y media de la mañana de aquél 2 de agosto de 1936 don Juan de Borbón, después de cambiar nuevamente sus ropas, abandonó el Hotel La Perla con catorce acompañantes en dirección a la frontera. A las ocho de la mañana el Príncipe de Asturias –supuestamente futuro rey de España- pasaba de nuevo a Francia, en donde el ambiente hostil a la monarquía española le hizo identificarse por última vez como “Juan López: trabajador del Hotel La Perla”.


Toda esta historia aquí relatada había llegado a ser parcialmente publicada por algunos de los biógrafos de don Juan de Borbón; nunca con tanta riqueza de detalles como aquí se ha hecho.

El 24 de enero de 1993 una representación de la familia propietaria del Hotel La Perla acudió a la Clínica Universitaria de Pamplona con esta historia en la mano, y con la intención de ser recibidos por don Juan, cuya enfermedad estaba ya muy avanzada. Los guardaespaldas de don Juan de Borbón fueron los primeros en sorprenderse al conocer la intención de la “embajada” hotelera, y es que nadie, o casi nadie, que no hubiese anunciado previamente su visita y le hubiesen dado hora, difícilmente podía aspirar a ser recibido por don Juan. Los propietarios del hotel no eran, en absoluto, ajenos a este inconveniente.

Tras presentarse al ayudante particular y acompañante de don Juan, el Capitán de Navío Teodoro Deleste, accedió a atenderles.

-¿Qué desean ustedes?- interrogó el capitán Deleste.

–Venimos en representación de un hotel de Pamplona, se llama La Perla…-.

-Conozco perfectamente la historia de ese hotel- cortó Deleste.

–Queríamos saludar a don Juan e interesarnos por su estado de salud. Le traíamos también esta pequeña historia de la relación suya y de la familia real con nuestro hotel. Nos gustaría que don Juan nos corrobore lo relacionado con él-.

El capitán Deleste tomó el papel entre sus manos y lo leyó detenidamente. Vio también una cartera y una tarjeta obsequiadas por el suegro de don Juan al Hotel La Perla.

-¡Qué bonito!, es muy interesante –dijo sorprendido-, aguarden un momento-.

Acto seguido el capitán de Navío se introdujo en la habitación de don Juan de donde no salió hasta media hora después.

-¿Son ustedes propietarios del hotel y familiares directos de los antiguos dueños?- interrogó de nuevo don Teodoro Deleste.

Al escuchar la respuesta afirmativa, les invitó:

-Pueden pasar, el Señor desea recibirles-.

A partir de ese momento don Juan de Borbón, emocionado y con gran amabilidad y simpatía, revivió con el pensamiento, acompañado de los descendientes de sus antiguos bienhechores, aquellos momentos impregnados de juventud y de idealismo, cincuenta y cinco años atrás, que leía y releía en esa íntima historia que había preparado el Hotel La Perla.

Sin apenas poder hablar, por lo avanzado de su enfermedad, estrechó con gran afecto las manos de sus contertulios y acertó a decir entrecortadamente:

-¡Qué recuerdos!-.

Al concluir la visita fueron acompañados por el capitán Deleste, quien les prometió que les enviaría, con mucho gusto, un recuerdo del Señor para el hotel.

Veinticuatro horas de la vida de un Príncipe fueron suficientes para hacerle emocionarse con el recuerdo de su juventud. Sin duda don Juan estaba agradecido, y quiso premiar con su recepción los servicios prestados por La Perla durante la labor humanitaria que esta prestó en aquellos años bélicos, en la que a él, el destino así lo quiso, le tocó ser uno de los beneficiados.

El Hotel La Perla, por su parte, aquél 24 de enero de 1993 recibía el visto bueno por parte de su protagonista de una de las muchas historias y episodios que ha vivido a lo largo de su prolongada vida.